La alienación económica, base de la alienación política e
ideológica, se concreta en la explotación, que es el acto mediante el cual el
fruto del trabajo del obrero es expropiado por el capital, es decir, que según
la antropología marxista, es la misma persona del trabajador la que se
convierte en un medio, en un producto que se compra y que se vende a cambio de
un salario para dar beneficios al capitalista.
De este modo los medios de producción siempre están en las
mismas manos y por mucho que un obrero se esfuerce, por muchos años que trabaje
para la empresa, ésta siempre será del empresario.
Para intentar compensar mínimamente esta cesión continua de
plusvalías en manos ajenas se incorporaron las subidas salariales con la antigüedad
en la empresa y sobre todo, la indemnización por despido mediante la cual se
reconoce que hay una parte de la empresa que “le pertenece” porque ha
contribuido a su crecimiento mediante su fuerza de trabajo.
Con el surgimiento de las grandes multinacionales, el
trabajo se ha ido derivando progresivamente al trabajador autónomo, al que se
le ha hecho creer que era “pequeña empresa”, en vez de obrero por cuenta
propia. La desprotección en la que se quedan los trabajadores con la reforma
laboral no es desprotección, es directamente alienación económica, es negar que
el trabajo de los obreros, que es lo que produce las plusvalías, pueda
participar en los beneficios y en la propiedad de los medios de producción. Así
que más que desprotección es un acto de expropiación.
De esta manera el capital no contratará más, pero se
satisface a los inversores internacionales que buscan países de mano de obra
barata y dócil para poner su dinero. Y tienen donde elegir, porque nosotros no
competimos con los trabajadores centroeuropeos, sino con los mercados laborales
asiáticos y sudamericanos emergentes y si queremos que haya trabajo para nosotros,
tenemos que ofrecernos baratos y sumisos.
Quitar la negociación colectiva, asociar el salario a la
productividad (que siempre será baja intencionadamente para pagar pocos impuestos)
y desprestigiar a los sindicatos (tarea en la que ellos mismos se han empeñado
al funcionarizarse) es todo obra del mismo plan: es dejar a los obreros del
siglo XXI en los paños menores del originario proletariado, que expropiado de
su vivienda o esclavo de la hipoteca, dueño tan sólo de su prole, acude a las
grandes ciudades pidiendo ser explotado a cambio de lo que sea y agradeciendo a
aquellos que legislan su ruina, porque por lo menos pueden cobrar.
La jugada se completa con el sistema de protección del
estado, soportado en su gran mayoría por la clase media, que cuando una empresa
despide a un trabajador pagándole cada vez menos, el jefe se queda tranquilo
porque para eso está el estado, ese mismo estado que no quieren que intervenga
en las contrataciones.
Está todo estudiado, anda que no.