Nos cuenta el libro del Éxodo que, después de sufrir 10 plagas, el faraón dejó salir a los hebreos de Egipto. Según algunos teólogos, como Clodovis Boff y George Pixley, los que huyeron al desierto no sólo eran del clan de los descendientes de Abraham, sino que probablemente iban también agricultores, trabajadores, soldados, etc. descontentos con el régimen teológico-teocrático y explotador de los faraones.
Una vez en el desierto, instalaron el campamento y se dotaron de una "constitución", el Decálogo. El primero de los mandamientos fue adorar sólo al dios “que los sacó de Egipto”, el Dios de la libertad, ningún otro merece culto. El segundo fue la prohibición de hacerse una imagen de Él, al que llamaban “el que es”. Un dios sin nombre, sin imagen, para que cada uno se lo imagine como quiera y bajo el que todos quepan. Cuando el pueblo intenta ponerle imagen haciendo un becerro de oro (probablemente el Buey Apis de los egipcios) surge la discordia y Moisés se ve obligado a romper las Tablas de la Ley y a extirpar el mal de Israel.
Algo parecido sucede a los acampados en la Glorieta: mientras que se han movido en el genérico de “democracia real ya” han aglutinado apoyos de todas las tendencias políticas, ideológicas incluso religiosas, pero en cuanto han querido hacer un programa concreto, ponerle rostros y nombres al movimiento, adoptar estrategias de los llamados antisistema, etc. se rompe la armonía.
Y yo me pregunto, ¿qué es más importante?, ¿ser muchos con un objetivo común aunque difuso, o los de siempre (o sea media docena) haciendo lo de siempre? Ahora toca el compromiso individual de cada uno en sus ámbitos de influencia.
Quizá haya llegado el momento de levantar el campamento, para que no se estropee. Pero no hay que tirar nada, porque a no mucho tardar lo tendremos que volver a poner. A lo mejor podíamos quedar todos de acuerdo en que cada 15 de mayo nos volvamos a juntar y declaremos el día de la defensa de la “Democracia real ya”.